Como suele ocurrir con otros temas, las elecciones nos pillan incapaces de dar con una referencia. Nuestra narrativa política es pródiga en anécdotas fútiles y eventos discutibles; sabe de épicas flacas, de enmiendas, de vergüenzas, pero es precaria en hazañas que convoquen y construyan. Nos falta una gesta de conjunto, un relato ejemplar a partir del cual organizarnos. Nos está faltando un ala oeste.
El Ala Oeste de la Casa Blanca (The West Wing) se estrenó en 1999, el mismo año en que Los Soprano inauguró una narrativa que gritaría al mundo cuán podrido estaba todo. Aunque comparten la misma ambición y modernidad en su escritura, El Ala Oeste evitó los antihéroes y las múltiples representaciones del mal. Mientras otros títulos influyentes mostraban lo peor de Estados Unidos —algo que Los Simpson y Matrimonio con Hijos venían haciendo desde los noventa—, mientras todo indicaba que los héroes limpios e idealistas se habían ido y todo era cínico y malo, El Ala Oeste insistía en dar cuenta del mejor Estados Unidos, de ese que tenía fe y se percibía como una potencia virtuosa, guiada por patriotas responsables que hacían siempre lo correcto.
Hasta su temporada final en 2006, la serie organizó la versión idealizada de una administración demócrata que no temía abrazar a los republicanos. “El Gobierno es el lugar donde la gente se une”, repetía el presidente Josiah Bartlet, una suerte de Clinton sin escándalo ni pasantes. El creador del programa, Aaron Sorkin, supo narrar una visión política excepcional que enfrentaba a la oposición tendiendo puentes, buscando comprender y ser escuchado. “Soy el presidente de Estados Unidos, no de la gente que está de acuerdo conmigo”. El Ala Oeste no era un festín de venganza y de lobistas, sino una historia sobre las dificultades inherentes de la política y la colaboración.
Pese a que exhibía virtudes y gozaba de un éxito rotundo, crítica y seguidores coincidían en que era un producto desfasado, con arrebatos de ingenuidad propios de esa tele que Tony Soprano había jubilado de un pistoletazo. Especialmente porque el recurso principal de los protagonistas era la palabra. El presidente Bartlet tenía el don de resolver cualquier crisis con un discurso, así convencía a los que no pensaban como él, a los diputados más recalcitrantes, a los sectarios, y así alcanzaba consensos como nadie. Bartlet era endemoniadamente bueno. Cuando en la segunda temporada decide contratar a una abogada y le señalan que es republicana, le basta una frase para lograr el pináculo de la inclusión en beneficio de la mayoría: “Es republicana. Como la mitad de este país para el resto”.
Bartlet era un presidente inspirado que actuaba de la mejor manera posible, abominaba los conflictos, detestaba la política de las armas, no se dejaba mandonear por el Capitolio, era asertivo, disfrutaba estrechando la mano de extranjeros y sabía reunir al equipo más eficiente para lidiar con cualquier problema. Josiah Bartlet era el padre nacional.
Con ese perfil, El Ala Oeste duró hasta que no pudo pelear contra el desencanto. Ni sus 3 Globos de Oro y 26 premios Emmy pudieron con los estragos de la política posterior al 11 de septiembre y la desconfianza de unas elecciones discutidas, eso sin contar los clavos en el ataúd que fueron el estallido de la burbuja especulativa y las hipotecas de alto riesgo. Josiah Bartlet ya no tenía nada que hacer en ese mundo. Ya no era su país.
Y, sin embargo, años después se convirtió en la referencia optimista, en la reserva moral y la visión de un país que buscaba reencontrarse a partir de esa idea de gobierno. Como explica la revista Vox (VanDerWerff, 2019), para muchos, El Ala Oeste es el gran modelo, acaso la única referencia de cómo debería funcionar el Estado. Toda una generación dedicada a la política se formó con la serie; de hecho, en ese mismo artículo, Paul Musgrave, de la Universidad de Massachusetts, explica que muchos de los funcionarios de la era Obama imaginaban que trabajar en la Casa Blanca sería como en El Ala Oeste. “Era la realidad que habían visto representada y así querían que fuera la realidad”. Como muestra y guiño, en 2016 la actriz Allison Janey sorprendió presentándose en la sala de prensa caracterizando a C. J. Cregg, la portavoz de gobierno en la serie (PBS NewsHour, 2016).
Estados Unidos guarda especial relación con el espectáculo: no solo hace ficción con su historia, también funda y transmite tradiciones, por lo que no es extraño que luego esas historias sirvan para la construcción e interpretación de la realidad. Eso explicaría por qué años más tarde un reality show como El Aprendiz (The Apprentice), con modales ásperos, formas abusivas y ninguna aura paternal, tomó la posta para impulsar una presidencia que debía hacer frente a los malvados que El Ala Oeste no había conseguido someter. La historia de Donald Trump está bastante fresca como para hacer un repaso, pero sí recordaremos que más tarde, en 2019, el actor Richard Schiff recaudó fondos para Joe Biden apelando otra vez a la mitología de la serie: “Lamentablemente, Bartlet es solo un personaje de televisión. Pero por suerte, Joe Biden es real y se postula para presidente” (Kapur, 2019).
Desde siempre, las historias han sido portadoras de sentido, no solo como ejercicio intelectual, sino también como experiencia emotiva. De ahí que Paul Ricoeur las considere consustanciales a la reflexión, porque promueven la intersubjetividad e intervienen en aspectos éticos y prácticos. Esta correlación y trasvase con lo real hace que las ficciones puedan operar como lo hicieron en sus contextos los Gesta romanorum, la novela picaresca o el bildungsroman; es decir, como mecanismos de pedagogía social, incluso sin un propósito evidente.
Más que en cualquier otro tiempo, las historias nos rodean, nos arropan, y nosotros no hemos contado todavía todas las que necesitamos. No tenemos una trama de conjunto, un exemplum que señale dónde apuntar y cómo construirnos. Sabemos regresar a Zavalita para lamer las heridas nacionales, pero no tenemos una victoria colectiva, ni siquiera una tan ingenua como las de El Ala Oeste.
Como país, nos debemos una buena historia.
Citar esta entrada de blog (APA, 7.a edición): Cappello, G. (17 de mayo de 2021). ‘El Ala Oeste’ o la política de un país. Scientia et Praxis: Un blog sobre investigación científica y sus aplicaciones. https://www.ulima.edu.pe/idic/blog/el-ala-oeste-o-la-politica-de-un-pais |
Referencias
Kapur, S. [@Sahilkapur]. (7 de septiembre de 2019). A new fundraising pitch from the Biden campaign under West Wing actor @Richard_Schiff’s name: “Sadly, President Bartlett is just a [imagen de un correo electrónico enviado por Richard Schiff a Sahil][tuit]. Twitter. https://t.co/DhaN0F7Eg8
PBS NewsHour. (29 de abril de 2016). Allison Janney makes surprise visit to White House briefing. https://www.youtube.com/watch?v=0qqcD1MKicI
VanDerWerff, E. (16 de septiembre de 2019). The West Wing is 20 years old. Too many Democrats still think it’s a great model for politics. Vox. https://www.vox.com/culture/2019/9/16/20857281/the-west-wing-20-anniversary-primetime-podcast-episode-bartlet-biden
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